29/5/15

Así es crecer en... Mieres

A principios de los 90, Mieres era una ciudad mucho más sucia y cochambrosa de lo que es ahora. Pero también había más vidilla. Todavía quedaba algo de industria y de minería, con el castillete del mítico Pozo Barredo (entre nosotros: Barreo) presidiendo el sur del casco urbano. Pero estábamos en época de reconversión y nos tocó vivir momentos apasionantes que no entendíamos muy bien, como las batallas que hubo en torno a Barreo a finales del 91 y principios del 92 (yo era muy pequeño y pensaba que era la guerra), o traumáticos, como la explosión de grisú del Nicolasa que se llevó por delante a catorce mineros en el 95. La mina ha marcado a este pueblo desde hace más de cien años y eso siempre se ha notado, aunque no tomásemos conciencia de ello hasta ser mayores.


Aquí íbamos al colegio que más a mano nos pillara, como el Prau Llerón, el Clarín, el Liceo o el Santiago Apóstol, donde la mayoría de nuestros compañeros eran hios de mineros, y allí teníamos nuestro microcosmos y nuestras primeras relaciones sociales. Nos avisaban día sí y día no de que había que tener cuidado con las jeringuillas, porque era la época mala de la heroína y había muchos yonquis. Estos tenían su punto de encuentro en la Plaza de la Libertad, conocida más popularmente como el parque los yonquis, pero por lo general eran inofensivos. Allí simplemente estaban de charleta, porque para consumir sus dosis se iban a un sitio más apartado como las vías de la FEVE, donde iban con su SaniKit, que como su propio nombre indica era un kit sanitario que llevaba una jeringuilla, un condón y un par de cosas más. Los yonquis sólo querían la jeringa, que luego tiraban por ahí, ensangrentada, y la verdad es que daba algo de grima, pero bueno, no la suficiente como para que los más dados a las emociones fuertes fuéramos allí a jugar. Y a pillar condones gratis, que sólo servían para poder jactarnos de estar en posesión de un preservativo. Criaturitas.

Disfrutamos de nuestras primeras sesiones de cine en el Esperanza, una de esas viejas salas que había antes de que los multicines de centro comercial arrasaran con todo. Muchas veces las películas de estreno llegaban con semanas de retraso o a veces no llegaban nunca (yo sigo esperando por Pocahontas) y era un poco cutre, pero lo importante era hacer el plan con tus amigos. Antes de sacar la entrada parábamos por El Castaño, una tienda de chucherías al lado del ayuntamiento, para aprovisionarnos de bebidas y comida basura y colarla en el cine de contrabando, porque los precios que había dentro eran prohibitivos. EL señor de la puerta nunca nos dijo nada; supongo que se haría el longuis porque al fin y al cabo entendería que la economía de los niños no da para mucho. Un tipo majo que tampoco nos puso objeción alguna a que viésemos pelis como Showgirls.
 
Otro lugar de socialización era el Patallo, la mítica sala recreativa donde muchos nos fundimos cientos de monedas de cinco duros en juegos como el Cadillac & Dinosaurs, Metal Slug y King of Fighters, que eran los más populares. Había quien iba al Patallo para fumarse sus primeros pitillos y un chaval que venía exclusivamente a fumar, porque daba vueltas por la sala llevándose el cigarro a la boca con esa naturalidad fingida de los niños que juegan a ser mayores. También había algún que otro intento de ligar, aunque no había demasiadas chicas, y las que había venían a jugar al Pang. A las chicas les fascinaba el Pang. El porqué siempre será un misterio.

En verano íbamos a la piscina municipal del Polígono, que era un sitio maravilloso para echar el día: nos tirábamos en la hierba con las toallas, pillábamos algo en el bar ese que había debajo del hórreo y echábamos unas cartas o lo que fuera hasta que pasase el tiempo prudencial de digestión, porque solíamos ir justo después de comer, e incluso a veces comíamos allí. El agua estaba muy frrrrría y había bichos flotando, pero una vez que te aclimatabas estaba bastante bien y daba mucho por el culo salir del agua. Los que sabían bucear iban a la zona donde más cubría, "los cuatro metros", que según contaban era un filón de monedas perdidas. Nunca lo llegué a comprobar.

También pillábamos porno siendo menores de edad. Había sitios donde no te lo vendían y otros donde les daba igual; siempre había alguien un par de años mayor con más experiencia que nos aconsejaba sitios para adquirir porno. Uno de esos sitios era el Kiosko Maestría (para nosotros: el carrín de Maestría), donde había una vieja bruja que ni siquiera debía de saber que no podía venderte porno, pero tenía la pega de que tenías que señalarle en el escaparate qué ejemplar querías exactamente, delante de todos los transeúntes, y daba un poco de palo. Lo mejor era ir al Kiosko 2, que regentaba un señor muy majo pero con una empanada mental considerable, y si le pillabas ocupado podías hasta mangar algo de material. La mejor revista era la Gozo: sólo 200 pesetas, hard porn del bueno y formato pequeño para que pudieses enconderla bien en casa. Tener una buena colección de porno era guay; nos intercambiábamos revistas y teníamos amplias charlas sobre cómo ocultarlas adecuadamente. 
Cuando acabábamos nuestros colegios confluíamos en los institutos, ya fuera en Maestría, en el Bernaldo o en el Batán. En Maestría nos aterrorizaban profesores como el Paracas o el Físicu (que por cierto, no era físico, sino ingeniero de no sé qué), o el temido y odiado director, Domingo, que hasta hace poco seguía rigiendo el instituto con mano de hierro. En cualquier caso, allí fuimos ampliando nuestros mundillos, conociendo a un montón de gente de pueblos como Figaredo, y tomando nuestras primeras copas como actividad extraescolar. El plan para los fines de semana era echar un duru en sitios de referencia como el Cuabul o el Ave, que servía como calentamiento para seguir la fiesta en la calle Covadonga en general y en la Cúpula en partícular. En la Cúpula había cuatro bares pero la gente normal sólo íbamos al Mauso y al Malde, porque los otros dos estaban infestados de gitanos y gente chunga, al parecer. Y realmente no había mucho más por donde salir en este Mieres del cambio de siglo, pero los que eran un poco mayores nos hablaban de sitios como el Faust en su buena época o el Nox, en unos tiempos en los que este pueblo era una referencia a nivel de fiesta e incluso venía gente de León a salir por aquí. Pero a nosotros ya nos pilló la decadencia. Tanto, que ya era costumbre entre mucha gente irse por la tarde a Pola de Lena, donde se empezaba con un duru en el Moe y se acababa moviendo el esqueleto intentado ligar en la discoteca Bachata, que se caracterizaba por tener un techo bajísimo con el que fácilmente te dabas un coscorrón si pegabas un salto.
 
Y así pasaron los años hasta que nos hicimos mayores. Del Mieres del que hablaba al principio ya queda poco. La mayoría de las minas están cerradas, en Barreo hay un campus universitario demasiado grande para la cantidad de alumnos que tiene porque es una de esas obras faraónicas que se hacían antes de la crisis. El Cuabul está cerrado, la Cúpula también, la gente tiende a irse y yo también me iré en cuanto tenga la oportunidad. Pero siempre nos quedará la subida anual a Los Mártires. 

P.D.: efectivamente, este post está inspirado en la serie "Así es crecer en..." de la edición española de Vice. De hecho cuando me puse a escribir entré y resulta que se había publicado hace poco uno sobre Mieres, aunque por alguna razón no se atrevieron a mencionarlo en el titular. Leedlo también, si queréis.




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