14/5/12

¡Oh no, soy un pureta!

Me di cuenta el otro día cuando fui a la facultad por la mañana (cuando están la mayoría de los undergraduates) y me fijé en que ahora la universidad parece un instituto, los institutos parecen colegios y los colegios parecen parvularios. Ya estaba empezando a sospechar que algo sucedía cuando salía los sábados (porque he renunciado a los viernes tiempo ha) y distinguía los garitos entre bares normales y bares teens. A los teens se les ve más joviales, tienen las extremidades más largas, gritan mucho y el principio vertebrador de su vida es el objetivo de tener o mantener pareja. Ellas todavía no saben caminar sobre tacones, ellos llevan gorra. Hablan de hacerse dilatas, lo que provoca que primero busques en internet qué demonios es eso de las dilatas y luego pienses que si tu hijo apareciese por casa con tal aberración le soltarías un par de hostias. Y además añades: ¿qué será lo próximo? ¿Que se pongan un plato en el labio como esa tribu africana?

Creo que el pensar lo que harías a alguien si fuese tu hijo es el síntoma definitivo. El otro día subieron en el tren un grupo de crías que se iban de botellón a Gijón, son su sobrecarga de maquillaje y sus miniminifaldas y sus costumbres pintorescas como ir de dos en dos al baño o ponerse a llorar a las cuatro de la madrugada. Pues, en vez de pensar en lo bonito que sería acostarse con ellas (aunque también es cierto que pronto me percaté del Efecto Cheerleader), me pregunté cómo es posible que sus padres las dejasen salir con esas pintas. Encima de viejo, carca. Y con veinticinco años. Cuando cumpla los cuarenta ya no va a haber quien me aguante.

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