Hubo un domingo (uno de tantos) en el que desperté con resaca. Me levanté como buenamente pude, abri el armario para recoger la ropa que había arrojado allí de mala antes de meterme en la cama y me encontré que, entre el montón de ropa arrugada, había una cantidad nada despreciable de libros que el día anterior no estaban ahí. Me puse a encajar los pocos recuerdos que conservaba de la noche y resoplé, anotando aquello con letras de oro en mi anecdotario mental.
Guardé mis nuevos libros entre los demás, como si hubieran estado allí de toda la vida. Pasó el tiempo. Algunos los leí, pero la gran mayoría no me suscitaban el más mínimo interés, y como me da pena tirar libros, allí siguieron... hasta hoy.
Hoy estaba mirando libros en el puestito de la plaza cuando de repente se me encendió la bombilla. No había ninguno que me interesara lo suficiente como para sacar un par de euros de la cartera, pero sí que me llamó la atención el cartel de "compro libros". Rápidamente fui a casa, cogí una mochila y la llené de Miguel Delibes, Laura Esquivel, Antonio Gala y otros autores menos conocidos. Volví al puesto y vendí los veinte libros por diez euros. Teniendo en cuenta que a mí me habían salido gratis y que tenía ganas de deshacerme de ellos cuanto antes, lo consideré un buen negocio.
Y así fue como solucioné temporalmente el problema de falta de espacio en mis estanterías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario